
Raúl se ha preparado a conciencia: botas resistentes al agua, chaleco de mil bolsillos, cartucheras, escopeta, sombrero, pantalones cálidos. Y su perra Fina. Ahora camina con cuidado de no hacer demasiado ruido sobre la hojarasca. A la cintura, colgando de un gancho, cinco perdices. Pero la veda del ciervo se ha abierto y lo que él espera cobrar es algo mucho más grande que un ave.
El terreno se vuelve más complicado y es difícil caminar sin ser visto. Pero Raúl ha pensado en todo: el color de su ropa se mimetiza a la perfección con la naturaleza que lo rodea y el hombre es tan solo una sombra que se mueve despacio entre las ramas. Ninguno de los grandes animales sería capaz de distinguir que es un hombre. En eso está parte de la clave, piensa Raúl, en no dejar que las piezas te distingan como humano.
Pero hoy los venados no se dejan ver con facilidad. Y él ya está harto de perdices y pichones. Lleva varias horas caminando y desea disparar a un animal grande. Pero no un jabalí. Quiere matar un ciervo. No sabe cómo lo transportará, pero quiere matarlo.
Seguro dentro de su ropa de camuflaje, se arriesga a asomarse fuera de los matojos y otea concienzudamente el horizonte. Y es entonces cuando lo siente. Algo le explota dentro. Es una hoguera que le destroza el pecho. Y una fracción de segundo después lo oye. Es la detonación de un disparo. Y comprende, horrorizado, que la bala ha llegado antes que el sonido. Y lo comprende justo otra fracción de segundo antes de sentirse arrastrado hacia la oscuridad más completa que precede a la nada.
El terreno se vuelve más complicado y es difícil caminar sin ser visto. Pero Raúl ha pensado en todo: el color de su ropa se mimetiza a la perfección con la naturaleza que lo rodea y el hombre es tan solo una sombra que se mueve despacio entre las ramas. Ninguno de los grandes animales sería capaz de distinguir que es un hombre. En eso está parte de la clave, piensa Raúl, en no dejar que las piezas te distingan como humano.
Pero hoy los venados no se dejan ver con facilidad. Y él ya está harto de perdices y pichones. Lleva varias horas caminando y desea disparar a un animal grande. Pero no un jabalí. Quiere matar un ciervo. No sabe cómo lo transportará, pero quiere matarlo.
Seguro dentro de su ropa de camuflaje, se arriesga a asomarse fuera de los matojos y otea concienzudamente el horizonte. Y es entonces cuando lo siente. Algo le explota dentro. Es una hoguera que le destroza el pecho. Y una fracción de segundo después lo oye. Es la detonación de un disparo. Y comprende, horrorizado, que la bala ha llegado antes que el sonido. Y lo comprende justo otra fracción de segundo antes de sentirse arrastrado hacia la oscuridad más completa que precede a la nada.
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