
Mario observaba la escena como un curioso más. No conseguía ver bien lo que estaba sucediendo. La luz azulada de una ambulancia se reflejaba en la luna de un comercio, compitiendo con la frialdad de otra luna, la de verdad. Se acercó al corrillo que rodeaba a los muchachos del SAMUR. Todavía se sentía mareado, como flotando, creía que la cabeza le iba a estallar. Y no comprendía bien lo que estaba ocurriendo, ni por qué se sentía así.
Entre el murmullo agitado de la gente, Mario creyó reconocer la voz de Carlos, su compañero de clase. Y la de Ester. También la de Jose. “Joder, si son ellos”, pensó el estudiante. Se elevó un poco sobre las cabezas e intentó localizar a sus amigos. Reconoció inmediatamente las pequeñas trencitas negras de Ester. Inconfundibles. Y los brazos protectores de ellos, sosteniéndola, tranquilizándola. “¿Pero qué coño está pasando aquí?”, se preguntó. Y en ese preciso instante su vista consiguió abrirse camino entre la barrera de cuerpos y adivinar una forma humana tendida en el suelo. “Es un accidente. ¿Estará herido? ¿Quién será? ¿Y qué pintan estos tres aquí?”, pensó.
Con estas preguntas, la cabeza de Mario se iba olvidando del dolor y del mareo. Era como si su mente se fuera aclarando. Lo que no conseguía comprender era en qué momento se había separado de sus amigos. Era fin de trimestre. 21 de diciembre: el día de las pellas. Habían salido a divertirse, y, desde luego, habían bebido. ¡Vaya que si habían bebido! Como que habían empezado a las once, después de las notas. Y él, Mario, era quien más había tragado. Por no hablar de las pastillas, ni de... Realmente se había pasado un poco. Por eso le dolía la cabeza. Por eso, el mareo. Y por eso no conseguía comprender por qué Ester y sus dos colegas estaban ahí, en el centro del mogollón y él no.
Pero él era un tío decidido e iba a pasar a la acción. Era ya el momento de abrirse paso y descubrir la verdad de lo que estaba sucediendo. Se hizo hueco como pudo y accedió al centro del círculo, al lado de Jose.
Primero reconoció las playeras: unas Nike azules y blancas. A continuación, unos vaqueros desgastados. La sudadera había sido cortada y los enfermeros estaban practicando un masaje cardíaco sobre un pecho joven. Arriba y abajo. Un, dos, tres, cuatro, cinco. Arriba y abajo.
Y cuando un hombre del SAMUR apartó la cabeza, Mario clavó la mirada en los ojos del muchacho de los vaqueros desgastados, unos ojos demasiado familiares, opacos, fijos en la luna, pero sin verla. Demasiado familiares. Demasiado. Y comprendió, horrorizado, la fría realidad de aquella noche de pre-Navidad. Comprendió, demasiado tarde, que él ya no era Mario, sino el espíritu de Mario que estaba asistiendo a su propia muerte.
Ideado, escrito y corregido en clase por 28 alumnos de diversificación y un profesor. Diciembre de 2001
Entre el murmullo agitado de la gente, Mario creyó reconocer la voz de Carlos, su compañero de clase. Y la de Ester. También la de Jose. “Joder, si son ellos”, pensó el estudiante. Se elevó un poco sobre las cabezas e intentó localizar a sus amigos. Reconoció inmediatamente las pequeñas trencitas negras de Ester. Inconfundibles. Y los brazos protectores de ellos, sosteniéndola, tranquilizándola. “¿Pero qué coño está pasando aquí?”, se preguntó. Y en ese preciso instante su vista consiguió abrirse camino entre la barrera de cuerpos y adivinar una forma humana tendida en el suelo. “Es un accidente. ¿Estará herido? ¿Quién será? ¿Y qué pintan estos tres aquí?”, pensó.
Con estas preguntas, la cabeza de Mario se iba olvidando del dolor y del mareo. Era como si su mente se fuera aclarando. Lo que no conseguía comprender era en qué momento se había separado de sus amigos. Era fin de trimestre. 21 de diciembre: el día de las pellas. Habían salido a divertirse, y, desde luego, habían bebido. ¡Vaya que si habían bebido! Como que habían empezado a las once, después de las notas. Y él, Mario, era quien más había tragado. Por no hablar de las pastillas, ni de... Realmente se había pasado un poco. Por eso le dolía la cabeza. Por eso, el mareo. Y por eso no conseguía comprender por qué Ester y sus dos colegas estaban ahí, en el centro del mogollón y él no.
Pero él era un tío decidido e iba a pasar a la acción. Era ya el momento de abrirse paso y descubrir la verdad de lo que estaba sucediendo. Se hizo hueco como pudo y accedió al centro del círculo, al lado de Jose.
Primero reconoció las playeras: unas Nike azules y blancas. A continuación, unos vaqueros desgastados. La sudadera había sido cortada y los enfermeros estaban practicando un masaje cardíaco sobre un pecho joven. Arriba y abajo. Un, dos, tres, cuatro, cinco. Arriba y abajo.
Y cuando un hombre del SAMUR apartó la cabeza, Mario clavó la mirada en los ojos del muchacho de los vaqueros desgastados, unos ojos demasiado familiares, opacos, fijos en la luna, pero sin verla. Demasiado familiares. Demasiado. Y comprendió, horrorizado, la fría realidad de aquella noche de pre-Navidad. Comprendió, demasiado tarde, que él ya no era Mario, sino el espíritu de Mario que estaba asistiendo a su propia muerte.
Ideado, escrito y corregido en clase por 28 alumnos de diversificación y un profesor. Diciembre de 2001
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