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Se produjo primero un tirón y después la locomotora arrastró más suavemente su carga. Sin llegar a alcanzar una gran velocidad. Un paisaje de naturaleza domada comenzó a pasar por la ventanilla de Mario, como si fuera un reportaje de televisión: casitas cuidadas, carreteras con poco tráfico, montañas lejanas, puentes, más casitas, algún que otro túnel... El mismo paisaje de siempre. Las mismas casitas, las mismas carreteras, las mismas montañas. Demasiados túneles.
Mario deseaba que su viaje terminara, que la mano de su dios particular le permitiera bajar en una estación para no volver a subir, quizá acompañado de la hermosa señorita sentada en el banco de enfrente. Pensó que podría llamarse Elsa, ¿por qué no? Después de todo era un nombre agradable. Anheló que ése fuera su último viaje. Que pudiera bajar al andén y ayudar después a la bella muchacha con cara de llamarse Elsa. Y llevar el equipaje de Elsa fuera de la estación. Y llamar a un taxi y alejarse de las traviesas, de los silbidos del vapor y del humo para siempre. Y presintió que eso precisamente era lo que iba a suceder.
El tren pasó por una estación sin detenerse. A Mario le pareció reconocerla. Había algo familiar en ella. Una sensación de haber pasado ya por allí le invadió. Pero no era posible. Hacía tan solo unos minutos que habían salido de Clairville, y sin embargo habría jurado que era la misma estación. No, no era posible. Todas las estaciones se parecen, siempre tienen andenes, mozos de equipaje, jefes de estación, salas de espera... Pero Mario había creído ver en el cartel de la estación el mismo nombre. No, habría sido una ilusión óptica. No era posible pasar dos veces por la misma estación. Todas las estaciones se parecen.
Y los vagones siguieron su ruta entre casitas, lagos con gente pescando, campos de labranza, pasaron por túneles, quizá demasiados túneles, más de los necesarios. Y al fondo, un paisaje de montañas, altas y nevadas. Y un cielo azul, con pocas nubes que parecían pintadas.
Y por encima de ese cielo azul de nubes pintadas, la mano del dios particular de Mario. Que se llamaba Carlos y que estaba, como siempre, jugando con su tren eléctrico.
1 comentario:
Es un relato precioso. Yo lo relaciono con esa parte de la vida que te hace estar en continuo movimiento,esperando nuevos retos, buscando, imaginando...
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