miércoles, 14 de mayo de 2008

INUNDACIÓN

Llovió durante una semana entera. Fueron 7 días de nubes que habían terminado por meterse dentro de su cabeza. Y la tarde de aquel miércoles también llovió. Llovía fuera de la clínica veterinaria y llovía dentro de Carlos. Y comenzó a diluviar cuando el relajante inyectado distendió los escasos músculos de Anubis y el animal se tranquilizó y dejó de bufar. Inundado interiormente, lo cogió un momento en brazos y lo depositó con cuidado sobre la mesa. Las manos hábiles de la veterinaria afeitaron parte de una de las patitas delanteras y ataron una cinta de goma alrededor del pequeño antebrazo, exactamente igual que se hace con los humanos. Inmediatamente se perfiló la vena, oscura, fina y delgada bajo la piel y sobre el hueso. E inmediatamente otras venas, en la cabeza de Carlos, se hincharon bajo la presión de tanta agua de lluvia acumulada en el interior de su cráneo. Y entonces le habló. Despacito. Muy quedo. Al oído. Le dijo palabras cariñosas, tranquilizadoras, de todos los días. Y lo acarició. Y observó su respiración. Y en ese momento el agua ya no tuvo espacio dentro y comenzó a desbordarse, despacio y con una tristeza infinita por las mejillas del hombre. La aguja se introdujo en la vena y la anestesia sumió a Anubis en un sueño dulcísimo. Poco después, la sobredosis prolongó el sueño y su corazoncito detuvo su caminar. Carlos no lo notó. Pero lo supo. Y llovió. Y llovió de nuevo. Y la inundación fue completa. Y el agua siguió cayendo durante más días.

Pero la tarde de aquel miércoles, en el coche y de vuelta a casa, hubo algo que Carlos no pudo notar porque no se puede. Algo que no vio porque no se ve. Algo que no sintió porque no se siente. Estaba tan ocupado conteniendo el agua de sus desbordamientos que no supo darse cuenta de que algo pequeño, sin forma ni peso, pero de color blanco e invisible a la vez, daba vueltas alrededor de su cuerpo, jugueteaba acercándose a su nariz y alrededor de sus lágrimas. Era algo que se despedía silenciosamente antes de volar hacia un infinito lleno de cojines calentitos delante de ventanas donde siempre da el sol, lleno de latitas de Whiskas pequeños placeres, lleno de ratoncillos traviesos para perseguir. Era algo que su razón lógica de humano no le dejó sentir. Era un alma pequeña de gato.

viernes, 2 de mayo de 2008

VIAJEROS AL TREN

Mario subió al tren. Empujado por una mano invisible. La misma mano que movía todos los hilos de su destino. Era un tren antiguo, bellísimo. Una locomotora a vapor y cuatro vagones de pasajeros. Con balconcillo en los extremos de las cabinas. Mario se sentó al lado de una ventanilla y miró el andén. Conocía la estación. Era la misma estación en la que se había apeado unos momentos antes. Cuando había puesto el pie en tierra, creyó que ése era su destino. Pero no. De nuevo volvía a subir al tren. Otro destino, uno nuevo, lo esperaba en otro lado, en otra estación. Esa mano que lo obligaba a subir y bajar incesantemente de los trenes le prometía destinos diferentes, futuros prometedores, estaciones término donde encontrarlo todo. Pero mentía. Las estaciones nunca eran término. Eran apenas pausas momentáneas. Y de nuevo al tren.

Se produjo primero un tirón y después la locomotora arrastró más suavemente su carga. Sin llegar a alcanzar una gran velocidad. Un paisaje de naturaleza domada comenzó a pasar por la ventanilla de Mario, como si fuera un reportaje de televisión: casitas cuidadas, carreteras con poco tráfico, montañas lejanas, puentes, más casitas, algún que otro túnel... El mismo paisaje de siempre. Las mismas casitas, las mismas carreteras, las mismas montañas. Demasiados túneles.

Mario deseaba que su viaje terminara, que la mano de su dios particular le permitiera bajar en una estación para no volver a subir, quizá acompañado de la hermosa señorita sentada en el banco de enfrente. Pensó que podría llamarse Elsa, ¿por qué no? Después de todo era un nombre agradable. Anheló que ése fuera su último viaje. Que pudiera bajar al andén y ayudar después a la bella muchacha con cara de llamarse Elsa. Y llevar el equipaje de Elsa fuera de la estación. Y llamar a un taxi y alejarse de las traviesas, de los silbidos del vapor y del humo para siempre. Y presintió que eso precisamente era lo que iba a suceder.

El tren pasó por una estación sin detenerse. A Mario le pareció reconocerla. Había algo familiar en ella. Una sensación de haber pasado ya por allí le invadió. Pero no era posible. Hacía tan solo unos minutos que habían salido de Clairville, y sin embargo habría jurado que era la misma estación. No, no era posible. Todas las estaciones se parecen, siempre tienen andenes, mozos de equipaje, jefes de estación, salas de espera... Pero Mario había creído ver en el cartel de la estación el mismo nombre. No, habría sido una ilusión óptica. No era posible pasar dos veces por la misma estación. Todas las estaciones se parecen.

Y los vagones siguieron su ruta entre casitas, lagos con gente pescando, campos de labranza, pasaron por túneles, quizá demasiados túneles, más de los necesarios. Y al fondo, un paisaje de montañas, altas y nevadas. Y un cielo azul, con pocas nubes que parecían pintadas.

Y por encima de ese cielo azul de nubes pintadas, la mano del dios particular de Mario. Que se llamaba Carlos y que estaba, como siempre, jugando con su tren eléctrico.