Llovió durante una semana entera. Fueron 7 días de nubes que habían terminado por meterse dentro de su cabeza. Y la tarde de aquel miércoles también llovió. Llovía fuera de la clínica veterinaria y llovía dentro de Carlos. Y comenzó a diluviar cuando el relajante inyectado distendió los escasos músculos de Anubis y el animal se tranquilizó y dejó de bufar. Inundado interiormente, lo cogió un momento en brazos y lo depositó con cuidado sobre la mesa. Las manos hábiles de la veterinaria afeitaron parte de una de las patitas delanteras y ataron una cinta de goma alrededor del pequeño antebrazo, exactamente igual que se hace con los humanos. Inmediatamente se perfiló la vena, oscura, fina y delgada bajo la piel y sobre el hueso. E inmediatamente otras venas, en la cabeza de Carlos, se hincharon bajo la presión de tanta agua de lluvia acumulada en el interior de su cráneo. Y entonces le habló. Despacito. Muy quedo. Al oído. Le dijo palabras cariñosas, tranquilizadoras, de todos los días. Y lo acarició. Y observó su respiración. Y en ese momento el agua ya no tuvo espacio dentro y comenzó a desbordarse, despacio y con una tristeza infinita por las mejillas del hombre. La aguja se introdujo en la vena y la anestesia sumió a Anubis en un sueño dulcísimo. Poco después, la
sobredosis prolongó el sueño y su corazoncito detuvo su caminar. Carlos no lo notó. Pero lo supo. Y llovió. Y llovió de nuevo. Y la inundación fue completa. Y el agua siguió cayendo durante más días.
Pero la tarde de aquel miércoles, en el coche y de vuelta a casa, hubo algo que Carlos no pudo notar porque no se puede. Algo que no vio porque no se ve. Algo que no sintió porque no se siente. Estaba tan ocupado conteniendo el agua de sus desbordamientos que no supo darse cuenta de que algo pequeño, sin forma ni peso, pero de color blanco e invisible a la vez, daba vueltas alrededor de su cuerpo, jugueteaba acercándose a su nariz y alrededor de sus lágrimas. Era algo que se despedía silenciosamente antes de volar hacia un infinito lleno de cojines calentitos delante de ventanas donde siempre da el sol, lleno de latitas de Whiskas pequeños placeres, lleno de ratoncillos traviesos para perseguir. Era algo que su razón lógica de humano no le dejó sentir. Era un alma pequeña de gato.

Pero la tarde de aquel miércoles, en el coche y de vuelta a casa, hubo algo que Carlos no pudo notar porque no se puede. Algo que no vio porque no se ve. Algo que no sintió porque no se siente. Estaba tan ocupado conteniendo el agua de sus desbordamientos que no supo darse cuenta de que algo pequeño, sin forma ni peso, pero de color blanco e invisible a la vez, daba vueltas alrededor de su cuerpo, jugueteaba acercándose a su nariz y alrededor de sus lágrimas. Era algo que se despedía silenciosamente antes de volar hacia un infinito lleno de cojines calentitos delante de ventanas donde siempre da el sol, lleno de latitas de Whiskas pequeños placeres, lleno de ratoncillos traviesos para perseguir. Era algo que su razón lógica de humano no le dejó sentir. Era un alma pequeña de gato.